Otra de esas malas noches
Se levanto del camastro que necesitaba ya un colchón nuevo, y sabanas más limpias. No había tenido tiempo. Miro hacia la cocina, y vislumbro la limpieza con la que estaba desde la última vez. Sollozando, comprendió que seguía sin ver a su mujer desde hacía 7 meses y que los maullidos de aquel gato con nombre de banda de rock and roll, nunca terminarían de martirizarle, aunque el recuerdo de ambos cada vez le pesara menos.
Se limpio las lágrimas con una servilleta y abrió la nevera para buscar una de las latas de cerveza alemana. La radio grazno enseguida con el reporte del tiempo, era el mismo. Nublado, como al día anterior. Como había estado todo el mes. No quiso ponerse tampoco el uniforme. Se puso una antigua camiseta de una banda vieja, un pantalón negro y unas botas, y salió así a la calle, con cerveza en la mano.
Las caras se le antojaron extrañas, frías, pálidas. Casi como la suya, pero no había dejado de mirarlas en todo el trayecto. El, jamás miraba de reojo. Siempre de soslayo, ocultando los tristes negros ojos en los que cargaba años de angustia y desazón.
Al llegar al puente de la autopista, lanzó la lata a un cubo de la basura como buen ciudadano y comenzó la trepada por el sendero peatonal. Al llegar a la mitad, al punto más alto, iba a disponerse a subir el barandal para que su cuerpo quedara expuesto al vacío, enfrentándolo cara a cara contra el pavimento, cuando un transeúnte le pregunto: “¿Disculpe buen hombre, sabe usted qué hora es? Me he dejado el reloj en casa.” El interlocutor le miro con aquellos ojos tristes mientras consultaba un viejo reloj digital unido a la muñeca por una correa de plástico. “Son las 6:30 de la tarde, señor.”
El hombre que había hecho la pregunta lanzo un suspiro al aire mientras lanzaba al aire, casi como para sí mismo un sonoro “joder, ¡volveré a llegar tarde a la agencia!” acto seguido, agradeció a aquel particular personaje sujeto al barandal con un, “Gracias, señor.”
El hombre se despegó del barandal y siguió el camino del puente peatonal hasta quedar al nivel del suelo. La intersección, la autopista, el puente y su alma, permanecían aquella tímida tarde de noviembre igual de vacías. Entró al antiguo bar que quedaba 2 calles más allá y se sentó justo en la mitad de la barra. Pidió una pinta y mientras se la servían miro a su alrededor, el montón de fanáticos del equipo de Futbol de la ciudad que se amontonaban celebrando la victoria. Uno de los tantos conjuntos de garage rock del barrio se alistaba con sus instrumentos, preparados para amenizar la dicha y la gloria que había conseguido el conjunto deportivo.
El hombre se giró sobre sí mismo, para quedar de lado de cara al grupo y en cuanto tronó el primer acorde, comprendió que a lo mejor y su desazón solo eran el resultado de otra noche de estreñimiento y estrés.
Quizás el dolor y los recuerdos se disiparían con un poco de emoción.


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